Por Magalí Benítez
Hace mucho tiempo, en 1909, mi madre y yo habíamos emigrado desde Uruguay a Córdoba, Argentina, luego de la muerte de mi padre. Nos hospedábamos en el Hotel Edén, en medio de un extenso bosque de árboles altos.
Una tarde salimos al jardín del hotel a tomar aire y a merendar en las mesas que estaban allí, cuando lo vi. Era un chico con una belleza deslumbrante: ojos celestes como el cielo, cabellos tan claros como el sol y, por alguna razón, una piel tan blanca como las nubes. Me devolvió la mirada, y exactamente en ese momento, me enamoré como nunca lo había hecho.
Las miradas entre nosotros aumentaban cada vez que nos cruzábamos, al igual que mis ganas de conocerlo. Así que me armé de valor, lo busqué por todo el lugar, encontrándolo sentado mirando unas flores en el jardín.
– ¡Hola! – saludé – ¿Cómo estás?
No me respondió, él sólo miraba a la nada. Estuvimos unos 15 minutos en silencio hasta que se paró y silenciosamente se fue. Miré a mi alrededor y muchos me miraba extrañados, susurrando entre ellos, haciendo que me vaya también yo.
Mi madre nunca había sido buena escuchando ni aconsejando, aunque era la única a la que podía hablarle sobre el chico, además de querer preguntarle cómo es que funcionaba el cerebro de los hombres. El chico era muy misterioso, nunca estaba con nadie, ni sus padres, sólo se la pasaba caminando por todos lados, aunque nadie parecía notar su presencia.
Una mañana yo no podría dormir. Era un día lluvioso, por lo que quise ir a recorrer los pasillos y salones de aquél lugar, encontrándomelo en uno de los pasillos más silenciosos del hotel, observando las flores del otro día: unos narcisos. Lo miré a los ojos en el reflejo de la ventana y, por primera vez, me miró sonriendo. Eso bastó para que me pusiera colorada mientras le devolvía la sonrisa. Imaginé que sería tímido, así que sólo nos quedamos mirándonos sin hablar.
Sólo nos quedaban dos días antes de irnos a Perú (nuestro próximo destino), y yo ni siquiera había podido hablar con aquel misterioso chico. Con mi mamá recorrimos algunos de los mejores lugares turísticos que nos ofrecía Córdoba, comprando recuerdos de allí o simplemente recorriendo y mirando. Al volver al hotel, estaban por dar un pequeño espectáculo en la sala principal. Se lo comenté a mi madre y me dio permiso para ir a verlo, ya que ella quería descansar en nuestra habitación. Fue muy interesante, nos explicaron la historia de algunos lugares de Córdoba, de sus ríos, incluso la historia del hotel en el que estábamos.
Al hablar de eso último, nos contaron sobre la que había sido la familia más rica de toda la provincia, nos mostraron fotos, provocando que me quedara helada:
– Los Espinoza – decía uno de los empleados – fueron la primera familia cordobesa más rica. Su hijo, Daniel, murió a los 17 años por una enfermedad crónica, en 1872. Miren cómo era…
Y mostró una foto viejísima de un chico de ojos celestes, cabello rubio brillante y piel blanca.